Mientras cocino, al atardecer, me gusta tomar una copa de vino. La mesada es el lugar de la magia. Tengo predilección por los ajíes rojos, la cebolla, el tomate y las hierbas aromáticas, especialmente el orégano. Pude cocinar en las situaciones más adversas y en los horarios más raros. Las tres de la mañana, una vez, fue buena hora para preparar un salteado de verduras, con salsa de soja y semillas de girasol. Las verduras deben quedar crujientes y las semillas quedan más ricas tostadas. La inmediatez de la cocina me hace feliz. Uno enseguida sabe si lo que hizo está rico o no. En cambio, los tiempos de un poema son otros. Puede llevar días preparar un poema y el punto de cocción sólo se conoce al cabo de los años. A veces, ni así se logra. A veces, el poema queda crudo, o se quema, o se pasa de leudado, o le falta miga. En eso la poesía comparte los secretos de la panadería. Imagino que debe compartir también los secretos de un buen asado. Que también se lleva muy bien con una copa de vino. O sea, todo tiene que ver con todo.
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