Ayer fui otra vez
a Capital Federal. Tomé el tren, el subte, dos horas de viaje y llegué. Me
abruma el centro. Me da dolor de cabeza. Sin embargo, ir es encontrarme con
libros de poesía que no hay acá, en Muñiz. Ayer, por ejemplo, fui a una feria del libro
independiente que se organizó en la Facultad de Filosofía y Letras. Ahí
encontré Voces, de Porchia. Me acuerdo cuando hace unos años busqué ese libro
en una edición que venía con el CD incluido. Me acuerdo de haber caminado tanto buscando
ese libro. Pero ese no era el momento de
encontrarlo. Ayer sí. Yo había pasado por la mesita donde el libro estaba
tapado por otros libros. Después de dar una vuelta a la feria, volví a esa
mesa. Siempre vuelvo a las mesas de saldos, porque confío mucho en segundas y
terceras miradas. Entonces el señor que vendía los libros en esa mesa se había
ido a comprar un sándwich y tuve que esperarlo. La mesa estaba con los libros sola para mí.
Así que empecé a leer los títulos de los libros, las tapas, las letras, con toda
tranquilidad. Y bajo otro libro que estaba bajo un par de anteojos de marco grueso
y negro (seguramente del dueño de la mesita), estaba Voces. Este ejemplar no
tenía el CD, era una edición de 1976, en muy buen estado. Cuando vi las letras VOC en rojo furioso sentí una emoción
que terminó la palabra. Ahí estaba. Viejo pero entero. Precioso. Así que le pregunté al señor de la mesita de
al lado si sabía a cuánto me lo dejaba y dijo que esperara al dueño de esa
mesa. Lo esperé. Yo tenía el libro de Porchia en la mano y ningún tiempo era
largo. Cuando llegó el dueño de la mesa le pregunté a cuánto me dejaba el
libro. Me lo dejó a menos de la mitad de lo que estaba escrito en la primera
hoja, tan barato que no me parecía real. Pero sí, fue real. Porque desde aquí,
desde donde estoy escribiendo este relato de viaje estoy viendo la tapa del
libro de Porchia, junto con los de Pizarnik y de Gelman, con sus letras rojas,
viejo, cierto, amado y mío.
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