Parecía un sueño: yo reconocí a Viviana que estaba sentada
frente a la mesa larga, hecha con caballetes y tablones de madera. La llamé. Ella se paró y su vestido
transparente, como de agua, se estiró brillando al sol. Debajo se veían los volados de su ropa interior que eran grandes y blancos. El resto de la gente siguió comiendo y hablando. Me saludó, y con la mano señaló que había mucha gente y que
no podía salir de ahí. Hice un gesto como para que ella supiese que no era
necesario venir. Viviana acomodó
la catarata de su vestido, volvió a
sentarse, y yo seguí comiendo, con mi
traje negro, en la mesa que estaba a
trescientos ochenta kilómetros de ella.
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