De a poco, como ocurren las
tragedias silenciosas,
mi cuerpo comprendió que seguía
vivo.
Qué pasó.
Me mantuve de pie y el cuerpo se
mantuvo.
Un contrahecho.
De repente estaba mar adentro.
Me abracé al viento y mi cabeza golpeó
contra el mascarón de proa
del barco más viejo del mundo.
Yo recuerdo el ángel de madera,
su boca abierta,
la palabra Albricia debajo de su
cara.
Mi cuerpo sobrevivió a mi muerte.
¿Qué significaba la palabra amor?
Ahora vengo a celebrar con mi
fantasma
su poca idoneidad en estos
menesteres.
Me canta.
Le canto.
Entre vino y vino, hablamos de los puertos.
Hay hombres y mujeres que se
levantan
al amanecer
y cantan para que alguien vuelva.
Bailamos.
Pero bailamos sin que el roce
casual
nos incomode.
El fantasma no me toca.
Es extraño no ser tocado por
nadie.
No hacer temblar a nadie.
A veces recuerdo el mascarón de
proa
y repito: “Albricia”.
Mi vida se ha vuelto un
contrahecho.
Querido Arlt,
lo que queda es la parte feroz de
la joroba.
Mi cuerpo no entiende dónde
empieza.
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