Ahora te cuento que durante años
intenté quitar el barro
que quedó pegado a mis zapatos
la tarde que visitamos el cráter del volcán.
No lo logré.
Llegué a pensar que había
una relación directa
entre la memoria del volcán y mi memoria.
Me acordé con terror de los marineros
que escuchan el canto de las sirenas
y enloquecen.
Dije: es el canto de la tierra sobre nosotros.
Temí andar sola
con la felicidad de esa tarde.
Entonces quise ser libre
y regalé los zapatos nuevos,
cuero negro,
número 38,
pensando
que el estallido podía ser disuelto
si el barro pasaba de una mujer a otra.
Perdón, desconocidas.
Por un momento creí que la cadena me soltaba.
O que la sucesión de otros pasos
-otra vez, perdón, desconocidas-
me liberaba del canto
y la certeza.
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