Don Iza, que era un hombre en situación de calle, hacía
crecer tomates y lechugas en el baldío que estaba detrás del alambrado que
separaba mi casa del campito donde los varones jugaban a la pelota. Ni mis
hermanas ni yo teníamos permitido hablarle a Don Iza a través del alambrado.
Sin embargo, verlo entre el rojo y el verde cosechando sus verduras o tirado al
sol al atardecer escuchando su radio, dueño absoluto del espacio que nadie le
había dado, fue el mayor símbolo de liberad que alguien me pudo haber mostrado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario