viernes, 29 de julio de 2022

 Imagino que también les pasará a muchos de ustedes: frente a la muerte de gente querida, cercana, me anulo. Quedo lenta. No hablo. No escribo. No me muevo. Pasaron tres días para poder escribir esto, hoy. Tal vez quiero quedarme siempre con la parte feliz. Quedarme con el agradecimiento, con la celebración de haber coincidido con ellos en este tiempo. 

Los tres, Susana Cabuchi, Javier Galarza y Alejandro Michel, llegaron a mí a través de la poesía. Así los conocí. Sólo a Javier lo conocí personalmente. Con Susana compartimos trabajo y larguísimas charlas y risas. Con Alejandro nos escribíamos porque siempre me compraba libros y me compartía sus poemas.

A los tres los leía, los leo, los leeré.

Así que no encuentro mejor forma de decirles: Queridos, llegaron a mí con sus poemas y con sus poemas les digo gracias. En algún momento, la vida o la muerte, nos volverán a juntar.


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LA CARTA


 


Ha llegado la carta.


Está sobre la mesa,


al lado de las flores.


La miro


            largamente.


Conozco la letra.


Pero la leeré


a la medianoche,


cuando los trenes


que pasan hacia el norte


hagan temblar


los vidrios de la casa.


Susana Cabuchi

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LA MARIPOSA MUERTA

 


“Es la miseria lo que me impide darlo todo”,


predicó Alina como una pequeña loca de Asís.


“Si sabemos disolvernos,


podremos terminar


con la idea de un yo y de un otro”.


Y agregó:


“La gente aprende cosas como quien,


con precisión de entomólogo,


atraviesa a una mariposa


con un alfiler.


En cualquier cosa que entiendan


habrán perdido el vuelo”.


Javier Galarza

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París, 26 de julio de 1794


Pronto saldrá el sol, la niebla enrojece.

Robespierre no ha dormido esta noche.

Sentado en la cama con la peluca puesta,

quiere escribir un poema, no un discurso.

Ha escrito el mismo comienzo una y otra vez,

cuatro líneas que hablan del fuego y la lluvia.

Las lee en voz alta en la soledad de la habitación.

Algo está mal, piensa, algo no suena como el fuego

en los bosques o la lluvia de invierno en los tejados.

Mis palabras crujen como un barco que se hunde.

Oigo los gritos de pavor, el amotinamiento, los disparos.

No hay sobrevivientes, las olas embisten contra el alba.

Debo tachar lo escrito, piensa. Continuaré esta noche.


Alejandro Michel

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